Alejandro Sánchez Moreno
Uno de los recuerdos que con mayor afecto conservo de mis años de
estudiante se corresponde a las clases que recibí del profesor José
Manuel Rodríguez Gordillo. Recuerdo como me matriculé de su asignatura,
casi por casualidad, buscando simplemente completar una especialización
en el currículum, que más tarde comprendí, serviría para más bien poco
en mi vida laboral. La asignatura en cuestión era “Fundamentos
económicos de la monarquía española en la Edad Moderna”, y bajo ese
título tan pomposo, se ocultaba una de las experiencias más completas
que recibí en mi etapa formativa como estudiante de Historia.
Rodríguez Gordillo era entonces el director del archivo de la fábrica
de tabacos, y además de aprovechar su asignatura para desvelarnos
secretos de la historia de una industria fascinante, nos llevaba una vez
a la semana a la fábrica para allí, entre viejos legajos, mostrarnos en
la práctica lo que a nadie se le había ocurrido enseñarnos en la
carrera: tener contacto con un archivo y aprender a investigar. Entre
documentos amarilleados por el paso de los años, el profesor nos
instruía en el arte de tener paciencia para poder entender la letra de
lo que otros habían escrito hacía siglos. Los alumnos aprendíamos con la
práctica a ser historiadores, y buscábamos datos que para nosotros eran
“vitales”, como cuánto cobraba de media una desvenadora en los años
veinte, o si había alguna Carmen en plantilla a principios del s.XIX. En
definitiva, disfrutábamos como difícilmente lo hubiéramos hecho
aprendiendo métodos de investigación en un aula tomando apuntes.
Rodríguez Gordillo nos descubrió la íntima relación de Sevilla y el
tabaco, y cómo siendo ésta puerta de América, llegaron a la ciudad las
primeras plantas de tabaco que conoció Europa. En Sevilla, desde muy
pronto se establecieron algunas pequeñas industrias tabaqueras, primero
de manera dispersa, hasta que en lo que hoy es la plaza de San Pedro, se
erigió la primera fábrica de tabacos del mundo. Bajo el impulso
reformista borbónico, en el siglo XVIII se crearía la Real Fábrica de
Tabacos en el edificio que alberga actualmente el Rectorado de la
Universidad. El majestuoso inmueble da fe de la importancia que llegó a
tener la industria tabaquera en la ciudad, y en el pasado, viajeros
franceses como Delaporte, Peyron o Silhouette, dejaron testimonio en sus
relatos de la belleza arquitectónica del mismo. La Carmen de Merimée y
Bizet que nunca pudimos encontrar en los libros de personal del archivo,
terminaron por hacer universal a la fábrica de tabacos sevillana.
Pero si algo me llamaba la atención de la historia de la fábrica eran
sus trabajadores -en su mayoría mujeres-; aquellas cigarreras que
Gonzalo Bilbao inmortalizó en una de sus obras cumbre, y que durante
mucho tiempo se convirtieron en parte fundamental del paisaje social
sevillano. Las cigarreras eran mujeres fuertes, que trabajaban a destajo
y amamantaban a sus hijos en la propia fábrica para ayudar a sus
familias en la penosa situación en la que malvivían los trabajadores
sevillanos. Ellas, como obreras cualificadas que eran, a veces aportaban
el salario principal a la economía familiar, en una ciudad con unas
condiciones de vida miserable, y en las que los problemas de
habitabilidad, salubridad y el paro endémico, convirtieron a la Sevilla
de finales del siglo XIX en una de las de mayor índice de mortalidad de
toda Europa.
Cuando íbamos al archivo con Rodríguez
Gordillo tampoco eran buenos tiempos para sus cigarreras. Altadis, la
multinacional surgida de la fusión de Tabacalera y Seita, no iba a tener
en cuenta ni la historia, ni la relación de Sevilla con su fábrica a la
hora de medir beneficios. El capitalismo es así. La ganancia no atiende
a razones sentimentales y por eso en 2003, la empresa anunció el
traslado de la producción a otros lugares más rentables provocando la
reacción inmediata de los sevillanos. Recuerdo manifestaciones
multitudinarias al grito de ¡La fábrica de Tabacos no se cierra!, y como
todos los grupos políticos con representación en el ayuntamiento
acordaron impedir cualquier operación especulativa en los suelos de
Altadis. Finalmente nada pudo hacerse y Golliath venció a David. La
fábrica cerró sus puertas en 2007 y en los años siguientes las factorías
de Cádiz, Alicante y Cáceres corrieron la misma suerte.
A
pesar de los compromisos acordados para frenar un posible pelotazo
urbanístico, y a que, por eso mismo el PGOU aprobado en 2006 mantuvo la
parcela como suelo industrial singular, hoy Altadis parece que va a
poder recuperar alguna ganancia de aquel cierre. La memoria colectiva
suele ser corta y, a veces incluso insensible, y así, si nadie lo
impide, los terrenos en los que se encontraba la fábrica serán
recalificados para que finalmente Altadis pueda vender su propiedad, y
conseguir de esa manera el botín que esperaba desde que un día fatídico
para Sevilla, la multinacional puso fin a la actividad tabaquera. Una
lástima. Tal vez convendría recordar a todos aquellos políticos que
lucen su “sevillanía” como estandarte, qué significó para la ciudad el
cierre de esta fábrica por manos extranjeras, manos siniestras que en
virtud de conseguir el máximo beneficio en el menor tiempo posible,
decidió acabar con la primera fábrica de tabacos del mundo, dejando en
la calle a más de un centenar de familias.
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